Nos enfrentamos a una de las elecciones más importantes desde el retorno a la democracia. Lamentablemente, los candidatos que disputarán la Presidencia no garantizan mantener la senda de desarrollo que Chile siguió entre 1990-2014. Ellos nos ponen en la falsa encrucijada de elegir entre un Estado todopoderoso, que se entromete en las instituciones democráticas, sociales y económicas, y en decisiones individuales que deben ser hechas con absoluta libertad; o un Estado débil, casi ausente, y que deja a la naturaleza humana -que, según Hobbes, es solitaria, corta, desagradable, y brutal-, libre de actuar, además de pretender limitar las libertades civiles.

Nos proponen apartarnos del corredor estrecho, identificado por Acemoglu y Robinson como el único camino hacia el éxito de las naciones. Mantenerse y avanzar dentro del corredor requiere una serie de reformas que no son estas, pero ambos proponen programas económicos con recetas fracasadas, inviables económicamente, e incapaces de hacerse cargo de las necesidades de los ciudadanos. Esto tiene su origen en la excesiva carga ideológica y/o valórica; en el hecho que los votantes, por paradojal que parezca, están pobremente informados (debido al exceso de información de las redes sociales y los sesgos cognitivos); en el desprestigio de los intelectuales -fenómeno ubicuo en el mundo occidental- y la animadversión en contra de los expertos.

No sorprende entonces que estemos enfrentados a propuestas con escasa posibilidad de entregar los resultados prometidos. Independiente de quién gane, veremos un deterioro de las condiciones económicas, políticas y sociales. Minimizar este riesgo descansa en el nuevo Congreso, pero su actuar durante los últimos años no garantiza que estarán a la altura del desafío.

La sociedad chilena, que acostumbraba a conducir su política en forma sobria y templada, se ha convertido en una donde los argumentos basados en las condenas a lo que no existe son suficientes para que un candidato tenga posibilidades de ser Presidente. Así, una propuesta de eliminar el sistema de capitalización individual para ser reemplazado por un “verdadero sistema de seguridad social”, que no tiene ninguna posibilidad de proveer pensiones dignas y, de paso, dañará el mercado financiero, o la idea, casi infantil, que bajando los impuestos a las empresas, ellas invertirán más y recuperamos el crecimiento, sin ni siquiera hacer notar que esto depende más de la incertidumbre y la inestabilidad política, parece ser mucho más prometedor que cualquier política pública que intente, racional y razonablemente, solucionar los problemas.

No serán dos años malos solamente, serán al menos seis, que se extenderán si los ciudadanos no comprenden que el acto de votar no es solo un acto emocional, sino que debería ser un acto eminentemente racional, que por cierto debe considerar los deseos personales, pero principalmente debería atender al bienestar de la sociedad como un todo. Sin ello, lo que viene será una larga y triste agonía.


 

Este artículo fue originalmente publicado en el diario La Tercera.

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